Noventa grados, luego ciento ochenta y finalmente trescientos sesenta, pero en una nueva dimensión.

Quise vomitar el corazón, quise dejar de comer para no ahogarlo, se me estremeció el cuerpo durante días, como la abstinencia de un alcohol dulce y mostoso que aún se derramase por mis paredes.

Tuve gana, tuve ansia de empujar una puerta que rezumaba resina, entreabierta de todo menos de casualidad, escuchando de  lejos un cantar de sirenas malheridas. Rezumaba resina pareciendo savia pero sabiéndola pegajosa marché.

Quise vomitar el corazón,
dolió desde el ombligo hasta la garganta; hasta las rodillas entumecimiento.

Pero bebí agua a sorbitos, lloré a trago largo y tendido, llamé a mamá, que aunque medio riñera la pena, empujaba la razón, ansiosa de saber que la adicción es traicionera. Y acompañé la pena llorando con guerreras y celebrando con brujas, llorándole a callejones con olor a comidia grasienta y sonriéndole a ramas colgantes que ceden a su propio peso en el mundo, y no se rompen. Llorando al recordar el éxtasis de la felicidad sencilla, recorriendo mi cuerpo, reconociendo mis tejidos blandos, duros, tiernos, merecedores de cuidado y tiempo.

Lloré inexistencias que se sintieron como trampas, lloré traiciones que se vestían de esperanzas, traté de explicar, comprender y justificar.  Tuve miedo de desaparecer de mí, y tuve miedo de que llevarme conmigo el amor y la esperanza. Traté de esterilizar los bordes irregulares de una extirpación lenta, aterrada de una sepsis en sus núcleos. Pero yo no me fui, y me celebré cada vez que me descubría.

Cuanto más tiempo dejo pasar, más se va filtrando.  El agua turbia deja paso a arena, cal y alguna pepita de oro. Y aunque a veces sienta que no sé hacer el amor, es sobretodo porque olvido que es algo que se es. Que lo que hay que hacer, lo que se aprende, es la comunicación y sus distintas vías. Que el amor yace en la carne y, no quisiera ponerme cristiana, el espíritu, entendidos como la conjunción de tejidos y sangre, y la voluntad, y lo que mueve.

Ya no hay terror del error, hay miedo lógico y esperable a mundos de nuevo nuevos y cosquillas de curiosidad de hacer mil cosas por primera vez.

PD: Esto lo intenté escribir como clausura de un proceso que no era el mío, y desde lejos se veían las costuras artificiales. Cuando lo retomé mío, fluyó. Que sirva de precedente a todo.

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