De cuando madrugaba lo indecible para ir a la biblioteca Eugenio Trías y me compraba folios Oxford como si tuviera dinero para esos menesteres

 Me viene a la memoria el dulcísimo verde del último verano en Madrid,

madrugar y acompañarte a la oficina, solo como excusa para obligarme a pasear y cruzar el Retiro,

y con cada paso hacerlo más y más mío.

Me viene a la memoria las dulces mañanas frescas, seguidas de un tórrido mediodía comiendo ensalada en tupper al lado de la Casa de Fieras, casa a la que le debo un libro que tú tiraste. De Bukowski ni mucho menos. Me hace gracia pensar que la Biblioteca de Madrid cuenta los días de mi ausencia mucho mejor que yo.

Vuelvo a encontrarme con lecturas que me apasionan y que en ese verano descubrí. Me siento bendecida al pensar que tomaré ese libro entre las manos y recordaré la hierba pinchándome los muslos bajo el vestido, la búsqueda de un banco a la sombra donde dormir una breve siesta, y llorar.

Me viene a la memoria el único año bueno, en el que conseguí domarme lo suficiente como para comenzar la doma de la megalópolis que ya no me engullía, tanto. O yo me dejaba de resistir, porque quizás esa era la única manera de disfrutar de la sensualidad de formar parte de una masa ingente.

Quizás me faltaba solo un paso más, quizás quedarme... y habría sido alguien que no soy.

Así que, aquí, anhelando el tacto de ese libro que llegará pronto, me imagino el placer de leerlo de nuevo evocando el verano en el que casi quise que mi vida permaneciera intacta, y por eso cambié de dirección.

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