¿Qué es más importante, el DNI o el Pasaporte?

Se me agarrotaron los dedos al rozar lo más parecido a mí misma que había conocido, más incluso que los espejos, que los reflejos de agua donde la luna se mire.
Previa a la atención compartida, elevando las manos, agitando los dedos, llamando, a gritos pero sin sonido, unos brazos que pensé míos.

Asqueada por el sentimiento de posesión.

La buscaba como excusa para encontrarme a mí.
La usaba como manto, camuflando desperfectos.
La usaba como candela, para guiar el camino.

Y sin embargo estaba desorientada, luciendo descosidos, siendo cualquiera porque el yo sigue siendo tan efímero como antes.
Y era el reflejo, más que del espejo del espejismo.

Y la miraba como si fuera océano, desdeñando el oasis que me guarecía, asumiendo que el mundo entero era desierto, o que yo era una especie traspapelada de otro cuento, oteando el horizonte, buscando la tierra madre, olvidando donde ponía los pies.

Ahora, creo, no intento agarrar esencia alguna.
Son los actos, las consecuencias en el entorno inmediato, y luego no tan inmediato, lo que nos construye. Y son las intenciones, sí. Pero también somos el esfuerzo que en ello ponemos. Y son las ganancias, pero también lo que sacrificamos. Son las casualidades pero también las prioridades.

Bendigo mi suerte como si nunca me hubiera sentido descreída.
Acepto mi suerte, aunque suela sentirme sobrepasada.
Antes que rechazarla por no merecerla, mejor trabajarse para estar a la altura.

Terror y vacío, como resultado el vértigo. Y las ganas de saltar, confiando
-a veces más, muchas menos-
en la fuerza de las plantas de los pies sobre las que caeré,
en la potencia de los brazos
-o las alas-
que en el camino crecerá en fuerza, en facto;

en el peso del centro gravitatorio que persigue el magnetismo correcto
-en caso de que eso exista-,
en la reflexión,
en la acción,

en el balance,
en el disfrute del desequilibrio,

o en el gozo que se oculta en el trabajo de hacer balance de nuevo.


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