Quereles.

No podía estar ahí. No debería haber estado ahí. Actuar en función de la conciencia, pero sin ser consciente, es inútil.
Oblivion.
No sabía estar ahí. Empezar de cero cada vez. Empezar de menos uno. Seria el vino o el calor, los porros, la gente. Yo ahí, sin saber qué hacer o decir.
Yo no soy de aquí. Yo no soy.
Sería la hiperrealización, de nuevo, de que no es un escenario de cartón piedra, que es real, que es una vida.
No me entiendo. Todo bien, pero nada.
No voy a estar sola en mucho tiempo, no puedo escapar; pero por eso estoy aquí.
Ay dios mío, pa' qué vine, si no es lo mismo venir que irse chillando.
Esa canción. Me cambió el gesto y ella lo vio desde el otro lado de la mesa. Se había colado de nuevo y no lo supe evitar. ¿Qué hago?, ¿me voy?, ¿me quedo? Me fui y me quedé, se quedó el cuerpo y el ánimo se elevó. Por encima del ficus y el poto, dejando atrás cactus y espinas. Es la costumbre, es la carretera con curvas, desatajos y rodeos que son mis vías neurales, mis rutas de escape de las que no se cómo escapar. Los cientos de recovecos picudos donde el polvo se acumula y me anidan familias de arañas, me enredo en su seda, me dejo devorar. A ratos: las noches, las siestas, los silencios, su peso en mi conciencia.
Qué suerte la de aquellos que viven con las ventanas abiertas, capaces de ventilar y no salir volando con el viento, anclados a sus bisagras que bien abren y bien cierran.
Malditos los que viven fuera. Se van sin llaves, para entrar han de romper las puertas. Se les cae la casa y tienen que salir, como sea. Miran pervertidos casas ajenas, imitan celosías y cenefas, umbrales y postigos, de plástico, piedra o madera. Pero no son suyas, por eso nunca pueden ser eternas.
Malditos los que viven dentro, asfixiados, persianas bajadas, relojes lentos. Renuevan distribución por momentos, sin percatarse de que viejas decoraciones no traen nuevos vientos. Se mecen sobre sus entrañas, buscando ungüentos que calmen el picor y la agonía de saberse añejos, enmohecidos entre cuatro paredes, un suelo, un techo. Están en el alma, no en el cuerpo, pero esta podrida pues nunca entra nada fresco.
Estoy podrida y luego vuelo, y las ráfagas me llevan a merced, yo me dejo, perdiendo miembros por el camino, a veces los encuentro. El arrepentimiento no cura nada, el rencor menos. He desaprovechado mi tiempo. Ha vuelto a cambiar el ciclo, o no, pero eso es lo de menos. Hoy se me hace estrecho el cielo.
No podía estar ahí. Me siento fuera porque no estoy dentro, porque no era yo. Porque ni fui, ni soy, ni quiero. ¿Qué quiero? Que se vaya este sentimiento. A veces no está y luego lo anhelo. Ha cambiado el ciclo, ahora lo veo. ¿De qué sirve el esfuerzo?
¿Qué esfuerzo?
Si me encuentro acorralada entre las rosas, sus pinchos y el cieno. La miel y la mierda. El cielo y el techo.
Cuando vuelvo, las cosas nuevas se quedan fuera, el aire que entra nunca es fresco. Y no se ventila porque me esmero en no abrir del todo las rendijas, no vaya a colarse el celo de otros corazones sobre este cemento, y descubrir la mentira del corazón pleno.
Me creo y descreo. Me voy y me vuelvo. Me voy, me voy. No quiero. No me hago de rogar, no lo intento, no lo quiero. No pido que nadie pida que me quede, pido que me echen porque no entiendo.
Se me aferra la memoria a ese momento, no me echó y no lo entiendo.
No me apetece no estar sola y no me queda más remedio.
Pero hoy no quiero.

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