Afú.

Será que no sé por qué nunca, será que espero a adornarme para desahcerme y así tener más trabajo.
Será el nervio, el miedo, la huida. Será que trato de adelantarme a mí misma, pero yo soy más rápida. Será que me gusta hacerme la dura en cuestiones que precisan de terneza. Será que me gustan las batallas perdidas para que así siga perdiendo, sabiendo de antemano el resultado, creyéndome ganadora sólo por ello. Perdiendo y perdiéndome, no se muy bien en qué lugar, pero no encontrarme es el fin, aunque mienta y diga lo contrario. Mentirosa. Me saco la lengua frente al espejo, y me hago cortes de manga día sí, día también. Jódeme.

Sin más.

Será que esta cama es demasiado grande para mí, que amanezco atravesada, tratando de ocuparla toda para sentirla menos vacía. Como si la quisiera llena de algo que no sean jadeos, fluidos y sudor. Mentirosa. Será que todas las almohadas se me hacen demasiado duras, demasiado blandas, demasiado suaves, demasiado rudas, porque mi cabeza sólo encaja bien entre un húmero y una clavícula, sobre las costillas, colándome entre ellas, filtrándome, permeando.
Será que se me llena la casa de moscas porque emano mierda y miel, y son las únicas que gustan de las dos a un tiempo. No puedo elegir una parte y olvidar la otra, pero la búsqueda de coherencia latiga a ambas, me pide que me quede con lo bueno de las dos, sin tener en cuenta que para que se vea bien la luz, algo ha de hacer sombra, que no existe sombra sin luz.

Parada en el rellano de una escalera, los dedos al cuello, trato de contar pulsaciones o asfixiando, respirando, transpirando. Espero, camino, espero, estúpida. No hay ida sin vuelta, no hay nada que pueda evitar lo inevitable y la vergüenza mejor antes que no después. Camino, sonrío, finjo hasta que dejo de finjir para darme cuenta que, de nuevo, estoy finjiendo. Me escondo a plena luz del día, me escondo bajo el sol, sin camuflaje, tratando de no ser vista.

Y me tocas, no me toques, que quemo, que me enciendes, no me enciendas. La expectativa inesperada, el desconcierto se traduce en mi ceño, que quiere fruncirse pero no le dejo, la tensión en los pómulos y la frente. Me voy, no hables, me voy, que si hablas me quedo y parece que me tengo que ir, que mira que horas, que habrá que comer aunque no tenga comida, ni hambre, para dormir sin sueño, para tenerlo y no conseguirlo luego. Y si me tocas, no retires de mi piel la tuya.

Será que me gusta el precipicio, con ojos de acantilado, la incertidumbre, pasear por en medio de todo y nada, sabiendo que nada es siempre la respuesta y todo aquello que buscaré por veces que tropiece con la respuesta, que es dejarlo estar y no volver a manosearlo con las cisuras y circunvoluciones, los dedos y la saliva, los ojos y el dolor de cabeza, con el humo y los labios.

Se me está yendo a cliché, se me está yendo al carajo, llego tarde y, aunque no haya quedado a ninguna hora, qué cojones.



Y si miro, las farolas tienen cara de porqué en la noche las ventanas son un pared.
Y este sueño de farolas y escaleras por subir es antiguo como el frío seco de Madrid.
(Y el vídeo es para encerrar a quien lo hizo, o para no verlo y sólo escuchar, mejor eso).




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