Huevos rotos.

La clara se expande, pero jamás entra en la yema, la rodea, la abarca pero no llega a comprenderla. Comprehenderla. Whatevs.

Nunca llego al fondo de la cuestión, la maldita relatividad me lo impide, y me sitúa en tantos lugares, la luz incide de tantas formas, que al final nunca sé de qué color hablo.  De repente desaparezco un momento y no hablo yo, todo sube, me presiona las sienes, luego me enciende las mejillas y lo pienso una segunda vez. Luego una tercera, y así consecutivamente. Por dentro no ha cambiado nada, y todo me da vergüenza, el núcleo se asfixia y por fuera una capa traslúcida desvergonzada que trata de normalizar lo que ya lo es, pero que no me lo creo. Y desde fuera imagino que nadie se lo traga, pero glup, ya trago yo, y no pasa nada -más-.

Imagino una día romper la yema, batirme y dejarme reposar, pero siempre fui más de huevos revueltos que de tortilla. Más de claras montadas y yemas con azúcar y mantequilla.

Y ahora quiero hacer magdalenas.

Esta entrada era tan innecesaria como concluir, como si fuera nuevo, con algo que ya sé. Una teoría más que comprobada y que huele ya de vieja. Es la de siempre, y como siempre me quedo en pequeños experimentos que fracasan a favor de la teoría inicial y en mi contra. Porque tiene que volver, porque todo acto tiene una consecuencia y evitarlas es amontonarlas en el armario, correr el peligro de abrir la puerta y que caigan de golpe desarmadas, desarmándote. O peor, quedarte al otro lado de la puerta y no poder volver a abrirla. Y eso sí da miedo.


Lo de siempre, echarle ganas,
y esfuerzo...

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