El desfile.

Me he quedado encerrada fuera, vaya un concepto, encerrada en una libertad obligada que aprieta más que grilletes. Yo tenía que limpiar, yo tenía que hacer cosas, siempre tengo que hacer cosas porque nunca las hago, porque nunca hago nada. Tranquila, ya sabía que no tenía llaves a pesar de que las buscara otra vez más en los recónditos fondos de mi mochila; espero de nuevo no tener razón pero sólo fallo cuando más alto está mi listón.

¿Qué forma es esta de ver la vida, que me hables y quiera llorar? Quiera, sólo querer, porque no creo que pueda. ¿Qué motivos de peso tendría? Estaría siendo una ingrata, porque no tengo de qué quejarme; si supiera lo que quiero de la vida entonces al menos podría quejarme de lo que no, pero ya no distingo necesidad de capricho, natural de auto inflingido. Subo y bajo las mismas calles, cobarde, alejándome sensiblemente de los recorridos que ya conozco, buscando un cambio muy parecido al cambio anterior, de manera que cada giro en mi historia ha resultado ser de trescientos sesenta grados, y yo aturdida por la novedad, pensando que estaba en otro sitio. Los coches y caras en la calle parecen repetirse, algunas miradas se alzan en mi encuentro pero las rehuyo todas, y en el frío -siento desde mi nariz un agüilla resbalar- me doy cuenta de que estoy llorando. De repente la paranoia de que todos los bancos miran a la pared, de que quiero uno en el que refugiarme pero que no me quiero esconder. Que quiero llorar, en mitad de la calle y sin motivo, que no quiero esconderme en la bufanda, que no las quiero esconder pero, ¿por qué llama tanto la atención? No me miréis, quiero ser invisible. O miradme, pero no así, no como si fuese cristal, no como si estuviese desnudándome, porque no es el caso, es sólo una mondadura.

Los bancos se suceden de espaldas al mundo y ninguno parece suficientemente incómodo. Media vuelta y cambio de rumbo, pero por aquí ya he pasado.

Ahora, sentada a pocos metros de la plaza de Castilla, escucho por encima de mis auriculares, por detrás de la nuca, más coches pasar. Siento un camión de la basura arrojar a mi alrededor el olor de sus flores, en una comitiva que parece hecha para mí. En cada coche caras que comparten significado y signifancia con las ruedas sobre las que montan, no son las mismas y sin embargo una se juraría que sí. 

Te has hecho notar y quiere llover, pero hace demasiado frío.

Dices esas cosas que no significan nada y a la vez me dicen todo lo que yo me callo, lo que me miento, porque no es verdad, ¿no? Pero no se sabe, creíste que sabía y te equivocabas, sólo asentía, sonreía, retrocedía. De no saber sabiendo ya he querido escarmentar, de mentirme diciéndome la verdad, de saber desde dentro y desde el principio qué era lo que pasaba, pero no poder enfocar hasta que ya se ha echado la última paletada de tierra a un asunto difunto, para todos menos para mí, que juego con los muertos y los resucito a merced de mi aburrimiento. Quizás algún día lo consiga, me podré leer y saber qué sé, qué creo saber, qué finjo saber, porque suele ser un revoltijo todo junto, entremezclado. Algún día sabré acertar, error tras ensayo, tras error.

Pero no es verdad, y no entiendes que cuanto más revolotees para alejarte, más -mágicamente- me pegaré a ti. Como polen a las patas de una abeja, sólo que persiguiendo un fin más que dudoso. Bueno, no hay, no hay meta, nunca la ha habido. Mis medios son fines por sí mismos, cada carrera terminada se vuelve aburrida una vez saciada mi sed, repuestas mis sales, derramo el vaso y me voy buscando otro coche para correr detrás, mirando hacia atrás culpando, pero a la vez con tanta pena, sin saber -pero sabiendo- que cuando quería devastar podía conseguirlo. Que puedo de la misma forma conseguir que me devasten, si así lo deseo, y por eso te leo curiosa y terriblemente desconfiada.


Por eso nada de lo que digas va a ser suficiente para mí, susceptible a interpretaciones. Y cómo no me dices nada consigo leer que te ries de mí sin querer, o queriendo; con maldad o sin ella, te leo burlona. Y no será esto ahora invención mía... pero si no, ¿de qué manera  me preguntas qué tal?, ¿que te mueve? Me dolería quizas aún más la indiferencia, por eso lo camuflo y me hago la mártir que no se entera, pero que duele y hace doler, cómo el perro del hortelano pero haciéndome vudú en las bragas, agujas directas al corazón (que en este instante dice que se llama estabilidad emocional y que se va de paseo).

¡Ah! Jota, dice la vasqui que no compres azafrán.

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