Introducción a la pecera.

Muchas veces no es el miedo lo que me llena cuando llego a un sitio nuevo, sin conocer a nadie, muchas veces es la inconsciencia. Conociéndome lo poco que me conozco, que no lo es tanto, y sabiendo lo que me cuesta abrirme y confiar debería haber estado aterrorizada, pero no fue así. Sentí pena, mucha pena. Irme, no por mucho tiempo, pero sí con expectativas de volver poco y dejar atrás el cachito de vida recorrido.  Boba de mí, no sé mirar hacia delante, voy caminando con la cabeza girada, hacia atrás y a pesar de mi mala memoria. El futuro, incluso mañana, es un vacío que relleno a cada paso, a cada hora que pasa y segundo que se esfuma en suspiros; cómo vuela el tiempo. Sin embargo y sabiéndolo no me centro en hoy, porque siempre hoy es ayer y mañana ya vendrá el año que viene. Un limbo de reminiscencia con matices de fantasía propia, porque la mitad de la vida que he vivido la he vivido en mi cabeza.
Y llegué y me engullía la gente. Me quiero acercar a aquellos que veo allí, parecen simpáticos y creo que me caerán bien. Pero una barrera invisible me impide traspasar mis ensoñaciones del qué sería al que será y sigo caminando hacia donde me lleven con la cabeza girada. ¿Qué clase de vida es vivir deseando todo el tiempo? ¡Hazlo!, ¡hazlo de una vez! Sal de ti y ábrete en canal, porque lo deseas, deja salir todo eso que guardas para ti, atesorándolo con pena, mirándolo pudrirse. Pero qué vergüenza dejarme salir, y que me vean, que realmente me vean. Sin corazas, ni velos, desnuda. Fui, soy, nadie por fuera. Y por dentro me recomen mil cosas, mil ansias que anidan en el pecho y arañan para salir, pero no, no estoy completa, no he terminado de hacerme como quiero que me veas, y me subo la cremallera desde el pecho hasta la boca, y callo.
Como un pez en una pecera de desconocidos, siempre miedo en los ojos y siempre mirando al suelo, y desde una esquina de mí, callada, observo nadar a los demás, y los intento observar por dentro. Sus manías, sus actitudes, sus conocimientos, qué ven, qué sienten,  qué piensan. A veces yerro y otras doy en el blanco, pero es sólo superficie y quiero más, pero para eso he de salir de mi rincón y ya han formado bancos, nadando juntos, y yo no estoy. Nado de un lado al otro, en compañía pero muy sola.
Aunque, al final, siempre conoces a alguien. Ya sea un chocazo, una casualidad o una circunstancia, una opinión bienavenida o una conexión instantánea. Pero quiero más, quiero conocerlo todo, y no me basta pero me conformo. ¡Y, joder, cuánto lo aprecio!, pero no me basta y me conformo. Porque está el runrún de saber de prados más verdes, de llamar a alguien amigo porque lo es de verdad, porque hay un algo que me falta aquí que tengo allá.
Pero entiendes que no, que no es cuestión de prados o lugares, que es la apreciación en perspectiva lo que saca a relucir el verdadero valor de las cosas, que el presente está nublado y ofuscado por la habituación y que las cosas extraordinarias acaban pasando por normales. Quizá es sólo que esta es mi forma de apreciar las cosas, desde lejos, sin tocarlas por si las estropeo con mis manazas y mi torpeza, mi no saber estar cuando tengo que estarlo, ni en el sitio ni el lugar; en mis intentos forzados de que todo parezca natural, a los que tanto dedico y tan poco fruto dan.
Y es que siendo de pueblo el conocer viene dado de alrededor, el amigo de esta,  la amiga de aquel; llegas sobre seguro, tienes referencias y si aún así no sale nada bueno, siempre tendrás a los tuyos y no necesitas ni salir de la cueva, que ya se sabe que cuando lo tienes todo en tus cuatro paredes metafóricas el sedentarismo acaba por notarse. Pero aquí, aquí no es lo mismo. Al volver por la noche me esperaba un cuarto vacío, frío y extraño.

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